COMO PASA CON
LAS CANCIONES DE CUNA, CON LAS CARICIAS, LOS JUEGOS, LOS AMIGOS DE LA INFANCIA
Y LOS BUENOS MAESTROS, LOS CUENTOS QUE NOS CUENTAN LOS ABUELOS QUEDAN PARA
SIEMPRE GRABADOS EN LA MEMORIA.
Dedicado también a un amigo de la infancia, para Reinaldo , que un día que me encontraba triste me contó un cuento de un gato que perdió su cola!
LA PROPUESTA DE
ESTA LECTURA ES LA DE VOLVER LA MIRADA
ENAMORADA SOBRE LAS CUATRO ESTACIONES QUE RIGEN LA VIDA EN NUESTRO PLANETA.
Transitar por los
distintos ciclos en forma ordenada, conciente y armónica.
El Otoño significa madurez, ponderación, calma, sapiencia.
Es cuando todo empieza a aquietarse. Después de la luz brillante del verano, de
la energía desplegada hacia el exterior, el Otoño nos invita a caminar de
retorno hacia dentro, preparándonos para la etapa más interna del ciclo anual,
el invierno.
En esta estación equilibramos las tristezas y la avaricia, los órganos que exigen más cuidado son los pulmones donde se purifica la sangre y el intestino grueso y la piel.
En esta estación equilibramos las tristezas y la avaricia, los órganos que exigen más cuidado son los pulmones donde se purifica la sangre y el intestino grueso y la piel.
También quería compartir con
ustedes una hermosa lectura de hace
muchísimo tiempo, y de muy lejos de
aquí, de los griegos antiguos. Ellos creían que casi todas las cosas que
sucedían en la Tierra, eran obra de sus dioses. Tenían muchos dioses y aunque
eran poderosísimos, parecían muy humanos.
Sus dioses se enamoraban, odiaban,
construían, destruían, como vos o como yo.
EL RAPTO DE PERSÉFONE
Los griegos solían contar una
bella historia que explicaba el por qué del invierno y, sobre todo, el por qué
del gran estallido de vida de la primavera.
Todo había comenzado con un
secuestro.
Sucedió cuando Perséfone, la hija
de Zeus y Deméter, la diosa de la
fertilidad y los cultivos, estaba
jugando con sus amigas las ninfas a orillas de un lago.
En eso estaban, jugando y riendo,
cuando de repente el bosque que había junto al la
go tembló, se abrió la tierra
en dos y, de adentro de la tierra, brotó un carro de oro rojizo tirado por diez
vigorosos caballos.
Las ninfas quisieron huir. Pero
eran tales los rugidos y temblores de la tierra desgarrada y tan tremenda la
presencia de los caballos, que las pobres sólo atinaron a reunirse en un dulce
montón y a sollozar de miedo.
Entonces sucedió, según se
cuenta, algo más. Cupido, el hijo de Afrodita, el pequeño dios del amor que
tenía locos a hombres y mujeres con sus inesperados flechazos, andaba retozando
por ahí cerca. De inmediato reconoció al conductor del carro. No era otro que
Hades, el mismísimo dios de los infiernos.
Cupido sonrió con picardía, hizo
puntería y disparó. Eso sucedió justo cuando Hades, el conductor del carro,
posaba sus ojos en Perséfone, la hija de Deméter. Entonces, Hades se enamoró de
inmediato.
Grande y poderoso como era –casi
tan poderoso como Zeus, su hermano, aunque reinara bajo tierra, en lo oscuro sentía
que el pecho, donde la pequeña flecha invisible se le había clavado, se había
vuelto frágil y tembloroso como un pájaro al que se agarra en la mano.
Hades estaba fatalmente enamorado
de Perséfone y la quería su esposa.
Un instante después el abismo se
había soldado, y no quedaba señal alguna de la puerta que, por algunos
momentos, había comunicado el mundo de ultratumba con la tierra soleada donde
vivían los hombres.
Se había consumado el rapto.
Los únicos testigos del atropello
habían sido Helios, el sol, que todo lo veía desde allá arriba, y Hécate, la
bruja, que, como solía ocuparse de guiar a los muertos a la ultratumba,
reconocía el carro de Hades en cuanto lo veía. Las ninfas habían visto todo sin
comprender nada.
Fue entonces que Deméter llamó a
su hija.
- ¡Perséfone, hija mía! - ¿Dónde
estás?
Perséfone no estaba.
Deméter la buscó en las cercanías
del lago, entre los árboles, en los senderos que trepaban la montaña, en el
interior de las cuevas húmedas, donde crecen los helechos.
Cuando se hizo de noche encendió
dos grandes antorchas y siguió buscando.
Buscó durante nueve días y nueve
noches y durante ese tiempo no comió ni bebió ni dejó que los párpados le
cubrieran los ojos. Iba por el mundo como una loca, con sus antorchas
encendidas, su bella cabellera en desorden, los vestidos descuidados, sucios.
Al décimo día la bruja Hécate y
Helios sintieron tanta piedad por ella que le contaron lo que habían visto.
Entonces Deméter aulló de furia.
- ¡Qué me devuelva a mi hija!
-gritaba.
-
¡Quiero a mi hija! ¡Qué me la devuelvan!
Aullaba con la cabeza levantada
hacia el cielo porque quería que Zeus la oyera. Al fin de cuentas Perséfone
también era hija suya.
Pero Zeus se desentendió. Hizo
como que no escuchaba, miró hacia otro lado.
Entonces Deméter se enfureció.
Juró que jamás volvería al Olimpo. Que renunciaba para siempre a la familia de
los dioses. Que se quedara allí ese padre desalmado que sólo pensaba en
conservar su poder y en conquistar bellas mujeres. Ella, Deméter, la madre, se
quedaría en la tierra, entre los hombres, llorando a su hija y reclamando cada
día que se la devolviesen.
Triste, abatida, rotosa, Deméter
ya no parecía una diosa. Erraba por los caminos de Grecia como una
pordiosera. Ni siquiera escuchaba los
rezos de los hombres que, como habían hecho siempre, le pedían buenas cosechas,
cebada, trigo, frutos.
Tampoco comía. Ni hablaba. Sólo
cuando llegaba a la boca de una gruta o a un pozo, se asomaba y gritaba.
- ¡Devuélvanme a mi hija! ¡Quiero
a mi hija! ¿Qué me la devuelvan!
Enojada con los dioses y con los
hombres, ordenó que le construyeran un templo y en él se encerró, privando a la
tierra de su fructífera presencia.
Entonces sí que comenzaron los
malos tiempos para los pobres humanos. Aun cuando no faltó la lluvia, la tierra
se resquebrajó en terrones duros como piedras. Las semillas se volvían polvo o
se pudrían mucho antes de germinar. No había trigo, ni cebada, ni
alfalfa. No fructificaba el olivo,
ni los naranjos ni los limoneros. Las
vacas no parían terneros, las aves abandonaban sus huevos. La vida entera
parecía haber emigrado del planeta.
Entonces los hombres y las
mujeres de Grecia empezaron a protestarle a Zeus. Y cuando empezaron las
hambrunas, Zeus ya no pudo seguir haciéndose el desentendido. Algo tenía que
hacer si no quería perder su prestigio entre los hombres.
Lo llamó a Hermes, el más veloz y
experto de todos los embajadores olímpicos, para que bajase al mundo
subterráneo y negociase con Hades.
Hermes, el de los pies alados,
voló del Olimpo a la tierra y, entrando por una gruta, de la tierra a la
ultratumba.
Cuando llegó al corazón del
Tártaro se encontró con Hades y la bella Perséfone.
- Me manda mi señor Zeus a pedir
que devuelvas a la muchacha.
-
Es por Deméter, Hades. ¡Esa mujer se ha vuelto
loca! Vive adentro de un templo, no quiere hablar con ninguno de los olímpicos
y, como si esto fuera poco, hace huelga, ¡le quitó a la tierra sus frutos! Si
seguimos así, no va a quedar un solo humano vivo.
Hades escuchaba con atención.
Luego, se acarició la barba, se pellizcó la punta de la nariz y enseguida, para
gran sorpresa de Hermes, se pronunció:
- Acepto que Perséfone vuelva a
encontrarse con su madre.
En ese momento Hades sonriendo cosa rara en él y con los ojos muy
brillantes, se
volvió hacia Perséfone, la
envolvió con el brazo y la besó delicadamente en los labios. Luego, sin soltar
el abrazo, estiró la mano hacia una granada roja e inmensa, arrancó algunos
granos y se los ofreció a Perséfone.
Ésta los recogió con la punta de
la lengua de la palma de su esposo.
- Adiós, mi querida. Pronto nos
veremos, dijo Hades.
El reencuentro entre Deméter y
Perséfone fue tan feliz que estalló la primavera. Las ramas hinchaban sus
brotes en segundos apenas. Minutos después, ya estaban repletas de hojas.
La tierra se cubrió de cebada,
trigo... alfalfa. Y la vida volvió con tanta fuerza como un río que se
desborda.
Pero, esa misma noche, Deméter
notó en Perséfone una mirada ausente.
- ¿Qué pasa, hija?
- No sé –dijo Perséfone. Es como
si extrañara algo y le contó de los dulces granos de granada que el esposo le
había ofrecido como despedida.
- ¡Ay, hija! -suspiró Deméter. Tu
esposo infernal no es ningún tonto. Así se aseguró de que volvieses. Y vas a
volver, eso es seguro…
Es así como, desde entonces,
Perséfone pasa un tercio del año en el submundo, con ese esposo severo pero muy
enamorado. Durante ese tiempo Deméter vuelve a encerrarse en su templo, se
retira del mundo y no se ocupa de hacer fructificar la tierra. Es el invierno.
Pero, cuando se cumple el plazo,
vuelve Perséfone a la tierra y Deméter,
loca de alegría, devuelve la vida a manos llenas y estalla la primavera.
Fuente: Graciela Montes, El rapto
de Perséfone, Bs. As., Página 12 (Adaptación)
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