viernes, 24 de mayo de 2013

El otoño y el rapto de Persefóne

COMO PASA CON LAS CANCIONES DE CUNA, CON LAS CARICIAS, LOS JUEGOS, LOS AMIGOS DE LA INFANCIA Y LOS BUENOS MAESTROS, LOS CUENTOS QUE NOS CUENTAN LOS ABUELOS QUEDAN PARA SIEMPRE GRABADOS EN LA MEMORIA.

Dedicado también a un amigo de la infancia, para Reinaldo , que un día que me encontraba triste me contó un cuento de un gato que perdió su cola!

LA PROPUESTA DE ESTA LECTURA ES LA DE  VOLVER LA MIRADA ENAMORADA SOBRE LAS CUATRO ESTACIONES QUE RIGEN LA VIDA EN NUESTRO PLANETA.  

Transitar  por los distintos ciclos en forma ordenada, conciente y armónica.

El Otoño significa madurez, ponderación, calma, sapiencia. Es cuando todo empieza a aquietarse. Después de la luz brillante del verano, de la energía desplegada hacia el exterior, el Otoño nos invita a caminar de retorno hacia dentro, preparándonos para la etapa más interna del ciclo anual, el invierno.
En esta estación equilibramos las tristezas y la avaricia, los órganos que exigen más cuidado son los pulmones donde se purifica la sangre y el intestino grueso y la piel.

También quería compartir con ustedes una hermosa  lectura de hace muchísimo tiempo, y de muy  lejos de aquí, de los griegos antiguos. Ellos creían que casi todas las cosas que sucedían en la Tierra, eran obra de sus dioses. Tenían muchos dioses y aunque eran poderosísimos, parecían muy humanos.
Sus dioses se enamoraban, odiaban, construían, destruían, como vos o como yo.

EL RAPTO DE PERSÉFONE

Los griegos solían contar una bella historia que explicaba el por qué del invierno y, sobre todo, el por qué del gran estallido de vida de la primavera.
Todo había comenzado con un secuestro.
Sucedió cuando Perséfone, la hija de Zeus y  Deméter, la diosa de la fertilidad y los  cultivos, estaba jugando con sus amigas las ninfas a orillas de un lago.
En eso estaban, jugando y riendo, cuando de repente el bosque que había junto al la
go tembló, se abrió la tierra en dos y, de adentro de la tierra, brotó un carro de oro rojizo tirado por diez vigorosos caballos.
Las ninfas quisieron huir. Pero eran tales los rugidos y temblores de la tierra desgarrada y tan tremenda la presencia de los caballos, que las pobres sólo atinaron a reunirse en un dulce montón y a sollozar de miedo. 
Entonces sucedió, según se cuenta, algo más. Cupido, el hijo de Afrodita, el pequeño dios del amor que tenía locos a hombres y mujeres con sus inesperados flechazos, andaba retozando por ahí cerca. De inmediato reconoció al conductor del carro. No era otro que Hades, el mismísimo dios de los infiernos.
Cupido sonrió con picardía, hizo puntería y disparó. Eso sucedió justo cuando Hades, el conductor del carro, posaba sus ojos en Perséfone, la hija de Deméter. Entonces, Hades se enamoró de inmediato.
Grande y poderoso como era –casi tan poderoso como Zeus, su hermano, aunque reinara bajo tierra, en lo oscuro sentía que el pecho, donde la pequeña flecha invisible se le había clavado, se había vuelto frágil y tembloroso como un pájaro al que se agarra en la mano.
Hades estaba fatalmente enamorado de Perséfone y la quería su esposa.
Un instante después el abismo se había soldado, y no quedaba señal alguna de la puerta que, por algunos momentos, había comunicado el mundo de ultratumba con la tierra soleada donde vivían los hombres.
Se había consumado el rapto.
Los únicos testigos del atropello habían sido Helios, el sol, que todo lo veía desde allá arriba, y Hécate, la bruja, que, como solía ocuparse de guiar a los muertos a la ultratumba, reconocía el carro de Hades en cuanto lo veía. Las ninfas habían visto todo sin comprender nada.
Fue entonces que Deméter llamó a su hija.
- ¡Perséfone, hija mía! - ¿Dónde estás?
Perséfone no estaba.
Deméter la buscó en las cercanías del lago, entre los árboles, en los senderos que trepaban la montaña, en el interior de las cuevas húmedas, donde crecen los helechos.
Cuando se hizo de noche encendió dos grandes antorchas y siguió buscando.
Buscó durante nueve días y nueve noches y durante ese tiempo no comió ni bebió ni dejó que los párpados le cubrieran los ojos. Iba por el mundo como una loca, con sus antorchas encendidas, su bella cabellera en desorden, los vestidos descuidados, sucios.
Al décimo día la bruja Hécate y Helios sintieron tanta piedad por ella que le contaron lo que habían visto.
Entonces Deméter aulló de furia.
- ¡Qué me devuelva a mi hija! -gritaba.
-   ¡Quiero a mi hija! ¡Qué me la devuelvan!
Aullaba con la cabeza levantada hacia el cielo porque quería que Zeus la oyera. Al fin de cuentas Perséfone también era hija suya.
Pero Zeus se desentendió. Hizo como que no escuchaba, miró hacia otro lado.
Entonces Deméter se enfureció. Juró que jamás volvería al Olimpo. Que renunciaba para siempre a la familia de los dioses. Que se quedara allí ese padre desalmado que sólo pensaba en conservar su poder y en conquistar bellas mujeres. Ella, Deméter, la madre, se quedaría en la tierra, entre los hombres, llorando a su hija y reclamando cada día que se la devolviesen.
Triste, abatida, rotosa, Deméter ya no parecía una diosa. Erraba por los caminos de Grecia como una pordiosera.  Ni siquiera escuchaba los rezos de los hombres que, como habían hecho siempre, le pedían buenas cosechas, cebada, trigo, frutos.
Tampoco comía. Ni hablaba. Sólo cuando llegaba a la boca de una gruta o a un pozo, se asomaba y gritaba.
- ¡Devuélvanme a mi hija! ¡Quiero a mi hija! ¿Qué me la devuelvan!
Enojada con los dioses y con los hombres, ordenó que le construyeran un templo y en él se encerró, privando a la tierra de su fructífera presencia.
Entonces sí que comenzaron los malos tiempos para los pobres humanos. Aun cuando no faltó la lluvia, la tierra se resquebrajó en terrones duros como piedras. Las semillas se volvían polvo o se pudrían mucho antes de germinar. No había trigo, ni  cebada, ni  alfalfa.  No fructificaba el olivo, ni los naranjos ni los  limoneros. Las vacas no parían terneros, las aves abandonaban sus huevos. La vida entera parecía haber emigrado del planeta.
Entonces los hombres y las mujeres de Grecia empezaron a protestarle a Zeus. Y cuando empezaron las hambrunas, Zeus ya no pudo seguir haciéndose el desentendido. Algo tenía que hacer si no quería perder su prestigio entre los hombres.
Lo llamó a Hermes, el más veloz y experto de todos los embajadores olímpicos, para que bajase al mundo subterráneo y negociase con Hades.
Hermes, el de los pies alados, voló del Olimpo a la tierra y, entrando por una gruta, de la tierra a la ultratumba.
Cuando llegó al corazón del Tártaro se encontró con Hades y la bella Perséfone.
- Me manda mi señor Zeus a pedir que devuelvas a la muchacha.
-     Es por Deméter, Hades. ¡Esa mujer se ha vuelto loca! Vive adentro de un templo, no quiere hablar con ninguno de los olímpicos y, como si esto fuera poco, hace huelga, ¡le quitó a la tierra sus frutos! Si seguimos así, no va a quedar un solo humano vivo.
Hades escuchaba con atención. Luego, se acarició la barba, se pellizcó la punta de la nariz y enseguida, para gran sorpresa de Hermes, se pronunció:
- Acepto que Perséfone vuelva a encontrarse con su madre.
En ese momento Hades  sonriendo cosa rara en él y con los ojos muy brillantes, se
volvió hacia Perséfone, la envolvió con el brazo y la besó delicadamente en los labios. Luego, sin soltar el abrazo, estiró la mano hacia una granada roja e inmensa, arrancó algunos granos y se los ofreció a Perséfone.
Ésta los recogió con la punta de la lengua de la palma de su esposo.
- Adiós, mi querida. Pronto nos veremos, dijo Hades.
El reencuentro entre Deméter y Perséfone fue tan feliz que estalló la primavera. Las ramas hinchaban sus brotes en segundos apenas. Minutos después, ya estaban repletas de hojas.
La tierra se cubrió de cebada, trigo... alfalfa. Y la vida volvió con tanta fuerza como un río que se desborda.
Pero, esa misma noche, Deméter notó en Perséfone una mirada ausente.
- ¿Qué pasa, hija?
- No sé –dijo Perséfone. Es como si extrañara algo y le contó de los dulces granos de granada que el esposo le había ofrecido como despedida.
- ¡Ay, hija! -suspiró Deméter. Tu esposo infernal no es ningún tonto. Así se aseguró de que volvieses. Y vas a volver, eso es seguro…
Es así como, desde entonces, Perséfone pasa un tercio del año en el submundo, con ese esposo severo pero muy enamorado. Durante ese tiempo Deméter vuelve a encerrarse en su templo, se retira del mundo y no se ocupa de hacer fructificar la tierra. Es el invierno.
Pero, cuando se cumple el plazo, vuelve  Perséfone a la tierra y Deméter, loca de alegría, devuelve la vida a manos llenas y estalla la primavera.

Fuente: Graciela Montes, El rapto de Perséfone, Bs. As., Página 12 (Adaptación)